Conocí a Rocío en Nicaragua, en el 85; era una revolucionaria chilena, radical; estudiosa del Capital, de Marx y Engels, de Lenin; de los manuales del Ché; había leído y releído el Diario del Ché en Bolivia, las hazañas de la joven guardia rusa y los heroicos episodios vietnamitas.
Rocío era pequeña de estatura; de rasgos finos; delgada, blanca, de cabello castaño claro; siempre lo usaba corto. Era muy disciplinada para ejercitarse todas las mañanas, principalmente cuando se preparaba para ingresar al Petén. Corría durante unos 20 minutos; luego hacía estiramiento, despechadas y abdominales; Su voz era chillona y su acento chileno, inconfundible.
En la guerrilla habían implementos “de cajón”, que no podían faltar en la mochila, como la cuchara, principalmente si era pequeña podía ser guardada en la cartuchera o en alguna de las bolsas de la camisa; Rocío llevaba una, muy bonita, pero se la robaron en la primera semana de su estancia en las selvas de Petén.
Lloró amargamente; aquella estudiosa del marxismo leninismo, seguidora del Ché “a pié juntillas”, no podía creer que hubiera guerrilleros que robaran; aquella soñadora, revolucionaria romántica no podía concebir que en uno de las organizaciones guerrilleras más antiguas de Latinoamérica se registraran actos como éste.
El comandante Rigo, jefe del Estado Mayor, ordenó que todos los combatientes se concentraran en la pista, junto al puesto de mando, mientras personal de su confianza realizaba un registro minucioso de las mochilas; pero nada; la cucharita no apareció por ninguna parte.
Rocío recibió una cuchara nueva, tal vez más grande y de menor calidad, para que no se la volvieran a robar; pero eso le sirvió para entender que aún faltaba mucho, mucho, para convertirnos en esos seres nuevos, con los que soñó el Ché.
Rocío se convirtió en comisaria política y no había noche que no hiciera reunión de crítica y autocrítica.
En ese tiempo había un compañero “Canecho”, que casi siempre estaba sancionado; incluso desarmado, sin equipo, haciendo “postas imaginarias”, una semana de cocina, o dando alguna charla política.
Canecho era un campesino de Petén; medía aproximadamente un metro 78; de complexión delgada; espalda ancha y piernas fuertes. Era un combatiente como pocos; tenía conocimientos diversos en el uso del armamento militar, podía preparar una mina, colocarla y detonarla; sabía manejar a la perfección el lanzacohetes RPG-7, o abrirse paso con la “Chapulina”, la ametralladora M-60; igual podía estar en la contención, como en la línea de fuego, donde contagiaba a los demás con su espíritu guerrero.
¿Pero como un combatiente como éste podía pasar días sancionado?. Tenía un gran defecto. Canecho robaba. Era capaz de comerse el azúcar, la leche o el mosh (avena) de los demás. Estos habían sido delitos en los inicios de la guerrilla, incluso sancionados con el fusilamiento. El comandante Pablo contaba cómo había sido rescatado por Turcios Lima, cuando en una ocasión quisieron aplicarle la pena máxima por haber rascado un poco de azúcar de un costal vacío.
La comida del guerrillero se componía, generalmente, por tres tamales de masa de maíz, simples, pero se priorizaba al combatiente con otros alimentos, pues casi siempre llevaba en su mochila una dotación de azúcar, mosh y de ser posible una bolsa de leche, en especial cuando andaban en operaciones.
Un día le pregunté al comandante Rigo ¿Por qué se soportaba en las filas revolucionarias a personas como Canecho? Tal vez me faltó tacto pues mi valoración se circunscribía al daño colectivo que implicaba el robo de valiosos alimentos.
Mire, -me dijo- eso que nadie sea imprescindible en la guerrilla, es mentira. Nosotros podemos tener diez o veinte guerrilleros más, en menos de un mes, pero combatientes como Canecho son pocos; Acuérdese que hay desviaciones de clase, deformaciones y hasta actitudes “lumpenescas”, tanto de compañeros y compañeras de extracción pequeño burguesa, como de proletarios. Por eso es tan necesario el constante trabajo político ideológico, para ir puliendo a nuestra gente, para convertirlos en revolucionarios íntegros.
_ Claro, somos militares y hay que aplicar sanciones. El peor castigo para Canecho es dejarlo sin su equipo; un combatiente como él, de condición guerrera, casi por naturaleza, se siente totalmente vulnerable desarmado– agregó Rigo.
Hubo en las FAR, pocos combatientes que como Canecho, hicieran cosas buenas por un lado y cosas malas por el otro; fueron más los buenos guerreros, los que luchaban constantemente por corregir sus desviaciones de clase, pero también hubo traidores, aquellos que flaquearon en el momento menos indicado.
Nunca apareció la cucharita de Rocío; Quizá la habría tomado Canecho, o tal vez alguien más; el hombre nuevo y la mujer nueva no serían máquinas perfectas jamás; es más, nunca dejarían de ser humanos; aún faltaba mucho por mejorar.
Que bonita historia, una enseñanza de vida, no cabe duda y puesi somos humanos y humanas con defecto y errores y claro Don Luisito aún falta mucho que mejorar. ME ENCANTÓ!
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