martes, 29 de marzo de 2011

Rumbo a la luna

Los campamentos con una cantidad muy alta de guerrilleros había que abandonarlos rápidamente, no sólo por seguridad, tal vez eso era lo de menos, sino por las implicaciones.  La leña, por ejemplo, se escaseaba en pocos días y cada vez había que ir más lejos a buscarla; de igual forma las hojas para cocer los tamales se agotaban con la misma celeridad;  además, en esas condiciones, era prohibido ir de cacería, por lo que el alimento se limitaba a tres tamales por día, para cada combatiente; es decir, tres bolas simples de masa cocida.  Eso sí, casi siempre se hacían “del tamaño del hambre”.

En esas fechas nos habíamos concentrado aproximadamente unas 200 personas.  “La línea de fuego”, el primer anillo de combatientes, era inmensa;  era necesario hacer por lo menos tres cocinas;   cada día se designaba a dos compañeros o compañeras por cocina, encargados de preparar unos 200 tamales.   Estos se encargaban de buscar las hojas durante el día, lavar el nixtamal, aproximadamente a las 4 de la tarde y empezar a cocinar los tamales al oscurecer, al finalizar había que dejar los tamales deshojados, que se enfriaran sobre un nylon grande y cocidas otras dos ollas grandes de maíz, para el turno del siguiente día.

Había noches que íbamos a visitar a compañeros, de otros pelotones, pero las veces que pude hacerlo iba acompañado para no perderme;  era muy agradable ir de visita, porque no sólo se podía compartir con los demás y escuchar sus historias, sino probar alguna comida diferente, y es que todos los días salían comisiones, a patrullar por los alrededores, a traer cargamentos logísticos, en busca de maíz o a contactar con la población.   A la mayoría de ellos les gustaban esas salidas, porque pasaban pescando, recogiendo alguna fruta, o hierbas; en el mejor de los casos, podían sacar de su cueva a algún cuzo (armadillo).

En esas visitas había quienes compartían hojas de tabaco seco o, con buena suerte, algún cigarrillo.   Uno en la montaña aprendía a reconocer el olor del cigarro, según su marca; el olor dulzón de un tabaco fino o del cigarro fuerte, sin filtro.

En fin, las concentraciones tenían cosas buenas y malas;  otra de las desventajas eran las letrinas;  cada pelotón se encargaba de ubicar su área de sanitarios;  se hacían hoyos profundos, se cruzaban pedazos de varas gruesas, se les hacía una media agua de techo, para no mojarse durante las lluvias, así como una especie de paredes, para guardar la privacidad;  al estar llenas se tapaban y se preparaban las nuevas;  las letrinas estaban cada vez más lejos.  Para el baño era algo muy parecido;   como el campamento se ubicaba en las cercanías de un arroyo, de algún río o de alguna aguada, se establecía un reglamento de baño;  nunca se podía bañar nadie río arriba de las cocinas, para garantizar la higiene.  En el caso de  la aguada las orientaciones eran más drásticas, porque era agua estancada y el objetivo era no contaminarla más.  El baño se hacía por parejas, se sacaba el agua con galones; uno sacaba el agua y el otro se bañaba y viceversa.

Las limitaciones para alguien de la ciudad eran realmente amplias y a veces sobredimensionadas.

Una tarde, a punto de oscurecer, se acercó el sargento Pezarossi: -Sergio, te toca ir por un tercio de leña;  -mano, ¿a mí me toca cocina?;   -sí, pero hubo cambio de planes;       -vos, pero mirá la hora que es.  –andá, hombre, las órdenes se cumplen, no se discuten.

Acepté con disgusto; cuando me tocaba ir por leña trataba de pegarme a  alguno de los viejos guerrilleros, que me ayudaban a buscar los mejores trozos, generalmente de árboles o ramas secas, que aún se mantenían verticales, porque eran los que menos humedad absorbían; también me ayudaban a buscar algún bejuco y amarrarlo.  Sin embargo en esa ocasión fui sólo y cada vez oía menos y más lejos los machetazos.

Encontré leña, un poco húmeda, hice mi tercio y me lo eché encima; el peso me doblaba; traté de caminar rápido por donde supuestamente había entrado; luego mejor quise acercarme a donde se oían los últimos machetazos, pero pronto se dejaron de escuchar.

El ruido de la noche se hizo cada vez más fuerte;  las chicharras eran ensordecedoras.

Llegué a una planada desconocida y me di cuenta que estaba perdido;  estaba enojado, principalmente por el cambio repentino de tarea;  no tenia miedo, quizá porque desconocía las dimensiones de estar sólo en la selva de noche; es más, de alguna manera me sentía protegido, llevaba fusil, machete, encendedor, cuchillo; plástico para hacer fuego y un tercio de leña, aunque un poco húmeda.

Además llevaba los planes de las comunicaciones estratégicas, lo que me garantizaba que en muy poco tiempo estarían buscándome.

Desaté la leña empezaba a sacar algunas astillas y me disponía a encender el fuego cuando oí a lo lejos:

-¡A pue ooohh!  ¡Chejoooo!.

Entonces grité: -Heeeeeeey, quien anda ahí !!    -Puta Chejo, donde estás, soy yo, Pezzarosi,  iluminá con tu encendedor  para ubicarte.

El sargento se acercó y me dijo que estaba bien lejos, que cómo había caminado tanto.  – ¡vámonos!

-Vos, le dije –por este tercio de leña me perdí, ahora nos lo llevamos.

-bueno, préstame tu machete, voy a buscar un bejuco para amararlo.

Lo amarró, se lo echó encima y me dijo que lo siguiera.

A la media hora de camino todavía me dijo:  -ya viste que estabas bien lejos.

Pero media hora más tarde llegamos a un trocopás;  entonces se dio cuenta que ya éramos dos los perdidos.

Tiró el tercio de leña;  -esperate aquí –me dijo. El trocopás se veía intensamente iluminado por la luna.

Se acercó, sudoroso, por la carga y la caminata y me volvió a decir, desmotivado, que estábamos perdidos.


Luego me preguntó: - vos, ¿en el campamento, a qué lado sale la luna?;  seguramente con la remota idea de que la luna nos sirviera de punto de referencia. Los guerrilleros aprendían a orientarse por el sol, por las estrellas, pero también por la luna, según la fase en que se encontrara; en selva cerrada había otras formas de ubicar el norte, como fijarse en la primera vuelta de un bejuco cuando se enrolla a un árbol; supuestamente el primer lomito siempre marca al norte.

Mmmmm –contesté-  cuando pongo mi hamaca veo que la luna está saliendo por mi lado izquierdo   -ah pero, algunas veces me acuesto por el otro lado, entonces me sale por el lado derecho. La verdad no era ninguna ayuda.  Bueno –dijo desconsolado.  Nos toca subir este gran cerro y romper el zarzal.   –Prestame mi machete   –yo no tengo tu machete, mano;  al contrario, te presté el mío, ¿lo traés?.

Pezzarosi estaba enojado. Al encontrarme dejó su machete a un lado, luego al amarrar de nuevo la leña y echársela en la espalda, dejó el otro machete.

Ya no me habló; yo iba atrás y el adelante, tratando de abrirse paso entre el zarzal, tal vez por los lugares menos intrincados.

Yo no encontraba como sacarle alguna palabra.   –Pesa,  ¡ya me acordé¡, ¡ya me acordé!, la luna sale por mi lado izquierdo, por donde está la línea del pelotón del teniente Méndez.

No contestó, sino hasta llegar al final del cerro, cuando volteó sonriente y me dijo ¡ya llegamos!  -ya me ubiqué,  ahorita todavía vamos a caminar una media hora más, nos vamos a encontrar con un tremendo árbol caído, luego vamos a entrar por donde está la línea de los combatientes del teniente Orellana.

Y así fue; llegamos al árbol, lo rodemos e ingresamos al campamento; alguien en la posta se dio cuenta que éramos nosotros -¿Qué putas muchá, dónde andaban?

Eran casi las 2 de la mañana.  Un fuerte aguacero se dejó sentir en pocos minutos.

Al día siguiente Pezzarosi regresó al lugar donde me encontró, ya con más sentido de orientación y luz de día; fue por los dos machetes y el tercio de leña.

En el puesto de mando los jefes decidieron nombrar al campamento: Rumbo a la Luna.

1 comentario:

  1. Huy no me imagino la situación tan dificil
    en la montaña deveras ni quiero imaginar
    comiendo tamal todo el día todos los días =S
    que duro, pero muy bonita historia me gustó!

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